Las aventuras de China Iron by Gabriela Cabezón Cámara

Las aventuras de China Iron by Gabriela Cabezón Cámara

autor:Gabriela Cabezón Cámara [Cabezón Cámara, Gabriela]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2017-01-01T00:00:00+00:00


Liz se paró y aplaudió casi bailando, hizo flamear los volados del vestido blanco y primoroso que se había puesto esa mañana; le había encantado la demostración gauchesca. Cuando se cansó y volvió a sentarse, se paró Hernández, se sacó el sombrero, dijo Señor te agradecemos estos dones que nos has regalado, te pedimos por una buena jornada de trabajo y arrancó: Tata nuestro, que estás en el cielo, santificamos tu nombre, hacé tu reino en la estancia, que se haga tu voluntá en esta tierra y su cielo, danos hoy el pan de cada día y perdoná nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y líbranos del mal, amén.

¡A trabajar, hermanos!, ordenó y partieron en grupos separados los gauchos. Hernández nos contó que lo que habían recitado los gauchos eran unos versitos que había escrito él en una época aciaga que había pasado escondido en un hotel en la Avenida de Mayo de Buenos Aires, la conocería a la ciudad del puerto y vería entonces la avenida con sus luces y sus bares y su teatro y sus casas españolas. Bueno, la primera parte de esos versitos, que contaban la historia de un gaucho forajido, las había escrito ahí, cuando había entendido lo que había que entender: el gaucho era larva y malo porque no tenía educación en las estancias en las que estaba encerrado y porque los de la ciudad se abusaban de los campos y eran más parásitos que los mismos gauchos.

Lo que habíamos escuchado era de la segunda parte, cuando ya había recuperado su rango y se había internado en Tierra Adentro con sus propios soldados, que aprendían a ser labriegos y vigías, arrieros y tiradores, artilleros y veterinarios, caballería y domadores. Una tarea dura la suya, la de hacerlos hombres de su siglo, una labor educativa que pocos entendían. Muchos decían que no había que ahorrar sangre de gaucho pero él sí que la ahorraba: consideraba a cada gaucho tan parte de su hacienda como era cada vaca y no dejaba que se le muriera ninguno sin razón. Hasta había escrito esa continuación de sus versos, ese librito constructivo nos explicaba, un manual para educar a la peonada, para que entendieran bien que eran, ellos, los peones y el patrón, el coronel y sus soldados, una sola cosa. Y que no iba a haber otro país más que el que labraran para los coroneles y los estancieros, que, como él mismo, había que hacer de todo en una nación naciente, eran más o menos la misma gente.

Mirá, mirá, subí acá conmigo, darling querida —el mate se cebaba con un poco de caña cerca del mediodía para abrir el apetito—, y empezó a trepar el mangrullo Hernández, lo seguimos todos aunque le hablaba solo a Liz. Una vez arriba, abrió los brazos con gesto soberano, abarcó todo el horizonte dando una vuelta como de dama en minué, con pasitos graciosos, impensables para su corpachón, y siguió: ¿What can you see? Nothing but my work. There are no cities, no people, no ways, no other farmers, no culture.



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